En muchas enfermedades, en particular las crónicas, el ayuno favorece el proceso de curación: se renuncia a la ingestión de alimentos para que toda la energía esté disponible para el proceso curativo. Esta afirmación puede parecer paradójica, puesto que la ingestión de alimeiitos es la que proporciona la energía necesaria pa ra el mantenimiento de todos los procesos vitales. Pero, previamente, nuestro organismo tiene que realizar una contraprestación: el trabajo desarrollado en la digestión, que es, efectivamente, un trabajo que implica mucha energía. Los alimentos deben triturarse mecánicamente, y aquellos que tengan una temperatura inferior a 37° C, primero hay que calentarlos. El alimento ingerido sólo se absorbe gastando energía. El transporte y la transfor mación de los nutrientes (de la que se encargan la san gre, la linfa y el hígado) también consumen energía. Por esta razón, después de comer nos sentimos amodo rrados.
Por lo tanto, renunciar al alimento significa que se ahorra trabajo digestivo, quedando libres energías para otras funciones. Pensemos en los deportistas, que no son capaces de alcanzar rendimientos máximos después de una comida opípara. Son las reservas ener géticas, no el alimento ingerido, las que garantizan el mantenimiento de los procesos vitales. Algo similar ocurre con el ayuno. Las reservas energéticas de rápi da disponibilidad se encuentran en la sangre y el híga do en cantidades relativamente pequeñas. Cuando es tas reservas se consumen (en un lapso que puede variar desde unas pocas horas hasta un máximo de dos días), se echa mano a las reservas energéticas, mayo res, de los depósitos de grasa. La grasa es la que más energía contiene por unidad de peso, por lo que re sulta el depósito ideal para almacenar energía.
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